Nacieron en los Andes; eran pequeños, del tamaño de una cereza grande. Curiosamente, el tomate cereza, o tomate 'cherry', el auténtico ancestro del de tamaño convencional, llegó a los mercados hace no muchos años como una novedad.
Llamaron la atención por su tamaño, que hizo que fuesen considerados más un elemento decorativo que un ingrediente, un poco como ocurrió con los que los españoles trajeron de Nueva España en el siglo XVI. En esa época, el nuevo fruto importado de las Indias Occidentales recibió, en Europa, bellos nombres: los franceses le llamaron 'manzana de amor' ('pomme d'amour'), denominación que, sin duda, llevó a los alemanes a bautizarlo como 'Padarisdapfel' o manzana del Paraíso.
Esos nombres no se impusieron. Sí, en cambio, el que dieron los italianos a aquellos tomates, pequeños y amarillos: 'poma d'oro'. Los españoles y los ingleses se limitaron a adaptar el impronunciable nombre que le daban los mexicas: 'tomatl', de donde surgió tomate y 'tomato'. Maticemos que para los mexicanos el tomate es el verde, ya que al rojo le llaman jitomate, de 'xitomatl', palabra que equivale a algo parecido a 'fruto con ombligo'.
Con el cultivo y los cruces de variedades, el fruto creció en tamaño y surgieron muchas variedades. Entre ellas el hoy apreciadísimo y feo 'raf', que , aunque se haya dicho, no es un híbrido, sino el resultado de sabios cruces. Este verano, ignoro por qué, no he encontrado tomates de la calidad de los de otros años, aquellos compactos, pesados, con neto olor a tomate.
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